top of page
  • Foto del escritorBasílica Guadalupe

Día 32. Jesucristo resucitado, nuestra esperanza


Vamos llegando al final de nuestro camino de preparación para la Consagración a Jesús por María de Guadalupe. Hoy los invitamos a meditar estas palabras del Papa Francisco que nos llevan al núcleo de nuestra fe. Después podrán, de la mano de San Luis María, profundizar en uno de los efectos de esta consagración, que es el de acrecentar la gloria de Jesucristo.


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Nos encontramos hoy a la luz de la Pascua, que hemos celebrado y continuamos celebrando con la Liturgia. Por ello, en nuestro itinerario de catequesis sobre la esperanza cristiana, hoy deseo hablaros de Cristo Resucitado, nuestra esperanza, así como lo presenta san Pablo en la Primera Carta a los Corintios (cf cap. 15).


El apóstol quiere dirimir una problemática que seguramente en la comunidad de Corinto está en el centro de las discusiones. La resurrección es el último argumento afrontado en la Carta, pero probablemente, por orden de importancia, es el primero: todo efectivamente se basa en esta premisa.


Hablando a sus cristianos, Pablo parte de un dato inapelable, que no es el resultado de una reflexión de un hombre sabio, sino un hecho, un simple hecho que ha intervenido en la vida de algunas personas. El cristianismo nace de aquí. No es una ideología, no es un sistema filosófico, sino que es un camino de fe que parte de un acontecimiento, testimoniado por los primeros discípulos de Jesús. Pablo lo resume de esta manera: Jesús ha muerto por nuestros pecados, fue sepultado, y el tercer día resucitó y se apareció a Pedro y a los Doce (cf 1 Corintios 15,3-5). Este es el hecho: murió, fue sepultado, resucitó y se apareció. Es decir, ¡Jesús está vivo! Este es el núcleo del mensaje cristiano.


Anunciando este acontecimiento, que es el núcleo central de la fe, Pablo insiste sobre todo en el último elemento del misterio pascual, es decir en el hecho de que Jesús ha resucitado. Si efectivamente todo hubiera terminado con su muerte, en Él tendríamos un ejemplo de devoción suprema, pero esto no podría generar nuestra fe. Ha sido un héroe. ¡No! Murió, pero resucitó. Porque la fe nace de la resurrección. Aceptar que Cristo murió, y murió crucificado, no es un acto de fe, es un hecho histórico. En cambio creer que resucitó sí. Nuestra fe nace la mañana de Pascua. Pablo hace una lista de las personas a las cuales Jesús resucitado se apareció (cf. vv. 5-7). Tenemos aquí una pequeña síntesis de todas las narraciones pascuales y de todas las personas que entraron en contacto con el Resucitado. Encabezando la lista está Cefas, es decir Pedro, y el grupo de los Doce, luego “quinientos hermanos” muchos de los cuales podían dar todavía su testimonio, luego es citado Santiago. Último de la lista —como el menos digno de todos— está él mismo. Pablo dice de sí mismo: “como un aborto” (cf v. 8). Pablo usa esta expresión porque su historia personal es dramática: él no era un monaguillo, sino un perseguidor de la Iglesia, orgulloso de sus propias convicciones; se sentía un hombre realizado, con una idea muy límpida de qué era la vida con sus deberes. Pero, en este cuadro perfecto, —todo era perfecto en Pablo, sabía todo— en este cuadro perfecto de vida, un día ocurrió lo que era absolutamente imprevisible: el encuentro con Jesús Resucitado, sobre la vía de Damasco. Allí no hubo solamente un hombre que cayó al suelo: hubo una persona aferrada por un evento que le habría cambiado el sentido de la vida. Y el perseguidor se convierte en apóstol, ¿por qué? Por que ¡yo he visto a Jesús vivo! ¡Yo he visto a Jesús resucitado! Este es el fundamento de la fe de Pablo, como el de la fe de la Iglesia, como el de nuestra fe.


¡Qué bonito es pensar que el cristianismo, esencialmente, es esto! No es tanto nuestra búsqueda respecto a Dios —una búsqueda, en verdad, tan titubeante—, sino más bien la búsqueda de Dios respecto a nosotros. Jesús nos ha tomado, nos ha agarrado, nos ha conquistado para no dejarnos más. El cristianismo es gracia, es sorpresa, y por este motivo presupone un corazón capaz de estupor. Un corazón racionalista es incapaz del estupor, y no puede entender qué es el cristianismo. Porque el cristianismo es gracia, y la gracia solamente se percibe, y aún más se encuentra en el estupor del encuentro.


Y entonces, aunque seamos pecadores —todos nosotros lo somos—, si nuestros propósitos de bien han permanecido sobre el papel, o también si, mirando nuestra vida, nos damos cuenta de haber sumado muchos fracasos... En la mañana de Pascua podemos hacer como esas personas de las cuales habla el Evangelio: ir al sepulcro de Cristo, ver la gran piedra volcada y pensar que Dios está realizando para mí, para todos nosotros, un futuro inesperado. Ir a nuestro sepulcro: todos tenemos un poquito dentro. Ir ahí, y ver cómo Dios es capaz de resurgir de ahí. Aquí hay felicidad, aquí hay alegría, vida, donde todos pensaban que hubiera solo tristeza, derrota y tinieblas. Dios hace crecer a sus flores más bonitas en medio de las piedras más áridas.


Ser cristianos significa no partir de la muerte, sino del amor de Dios por nosotros, que ha derrotado a nuestra acérrima enemiga. Dios es más grande que la nada, y basta solo una vela encendida para vencer a la más oscura de las noches. Pablo grita, haciéndose eco de los profetas: «¿Dónde está oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está oh muerte, tu aguijón?» (v. 55). Durante estos días de Pascua, llevamos este grito en el corazón. Y si nos dirán el porqué de nuestra sonrisa donada y de nuestro paciente compartir, entonces podremos responder que Jesús está todavía aquí, que sigue estando vivo entre nosotros, que Jesús está aquí, en la plaza, con nosotros: vivo y resucitado.

---------------

San Luis María Grignion de Montfort, El tratado de la Verdadera Devoción.

EFECTOS MARAVILLOSOS DE LA CONSAGRACIÓN TOTAL EN QUIEN LE ES FIEL


7. LA MAYOR GLORIA DE JESUCRISTO

222 7. Por medio de esta práctica observada con toda fidelidad, darás mayor gloria a Jesucristo en un mes que por cualquier otra –por difícil que sea– en varios años. Estas son las razones para afirmarlo:


1° Si ejecutas todas tus acciones por medio de la Santísima Virgen –como enseña esta práctica–, abandonas tus propias intenciones y actuaciones, aunque buenas y conocidas, para perderte –por decirlo así– en las de la Santísima Virgen, aunque te sean desconocidas. (...)


223 2° Quien se consagra a María por esta práctica, como quiera que no estima en nada cuanto piensa o hace por sí mismo ni se apoya ni complace sino en las disposiciones de María para acercarse a Jesucristo y dialogar con El, ejercita la humildad mucho más que quienes obran por sí solos. Estos, aun inconscientemente, se apoyan y complacen en sus propias disposiciones. De donde se sigue que el que se consagra en totalidad a María glorifica de modo más perfecto a Dios, quien nunca es tan altamente glorificado como cuando lo es por los sencillos y humildes de corazón.


224 3° La Santísima Virgen –a causa del gran amor que nos tiene– acepta recibir en sus manos virginales el obsequio de nuestras acciones, comunica a éstas una hermosura y esplendor admirables y las ofrece por sí misma a Jesucristo. Es, por lo demás, evidente que Nuestro Señor es más glorificado con esto que si las ofreciéramos directamente con nuestras manos pecadoras.


225 4° Por último, siempre que piensas en María, Ella piensa por ti en Dios. Siempre que alabas y honras a María, Ella alaba y honra a Dios. Y yo me atrevo a llamarla “la relación de Dios”, pues sólo existe con relación a El; o “el eco de Dios”, ya que no dice ni repite sino Dios. Si tú dices María, Ella dice Dios. Cuando Santa Isabel alabó a María y la llamó bienaventurada por haber creído, Ella -el eco fiel de Dios- exclamó: Proclama mi alma la grandeza del Señor (Lc 1,46). Lo que en esta ocasión hizo María, lo sigue realizando todos los días; cuando la alabamos, amamos, honramos o nos consagramos a Ella, alabamos, amamos, honramos y nos consagramos a Dios por María y en María.

311 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo
bottom of page