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  • Foto del escritorBasílica Guadalupe

Día 10. Humildad, alegría y sentido del humor

Continuamos con la reflexión de "Algunas notas de la santidad en el mundo actual". Siguiendo con la nota de "Aguante, paciencia y mansedumbre", el Papa Francisco desarrolla la importancia de la virtud de la humildad. Después nos muestra por qué es necesario vivir en la alegría y el buen humor.



118. La humildad solamente puede arraigarse en el corazón a través de las humillaciones. Sin ellas no hay humildad ni santidad. Si tú no eres capaz de soportar y ofrecer algunas humillaciones no eres humilde y no estás en el camino de la santidad. La santidad que Dios regala a su Iglesia viene a través de la humillación de su Hijo, ése es el camino. La humillación te lleva a asemejarte a Jesús, es parte ineludible de la imitación de Jesucristo: «Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 P 2,21). Él a su vez expresa la humildad del Padre, que se humilla para caminar con su pueblo, que soporta sus infidelidades y murmuraciones (cf. Ex 34,6-9; Sb 11,23-12,2; Lc 6,36). Por esta razón los Apóstoles, después de la humillación, «salieron del Sanedrín dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús» (Hch 5,41).


119. No me refiero solo a las situaciones crudas de martirio, sino a las humillaciones cotidianas de aquellos que callan para salvar a su familia, o evitan hablar bien de sí mismos y prefieren exaltar a otros en lugar de gloriarse, eligen las tareas menos brillantes, e incluso a veces prefieren soportar algo injusto para ofrecerlo al Señor: «En cambio, que aguantéis cuando sufrís por hacer el bien, eso es una gracia de parte de Dios» (1 P 2,20). No es caminar con la cabeza baja, hablar poco o escapar de la sociedad. A veces, precisamente porque está liberado del egocentrismo, alguien puede atreverse a discutir amablemente, a reclamar justicia o a defender a los débiles ante los poderosos, aunque eso le traiga consecuencias negativas para su imagen.


120. No digo que la humillación sea algo agradable, porque eso sería masoquismo, sino que se trata de un camino para imitar a Jesús y crecer en la unión con él. Esto no se entiende naturalmente y el mundo se burla de semejante propuesta. Es una gracia que necesitamos suplicar: «Señor, cuando lleguen las humillaciones, ayúdame a sentir que estoy detrás de ti, en tu camino».


121. Tal actitud supone un corazón pacificado por Cristo, liberado de esa agresividad que brota de un yo demasiado grande. La misma pacificación que obra la gracia nos permite mantener una seguridad interior y aguantar, perseverar en el bien «aunque camine por cañadas oscuras» (Sal 23,4) o «si un ejército acampa contra mí» (Sal 27,3). Firmes en el Señor, la Roca, podemos cantar: «En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo» (Sal 4,9). En definitiva, Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14), vino a «guiar nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,79). Él transmitió a santa Faustina Kowalska que «la humanidad no encontrará paz hasta que no se dirija con confianza a la misericordia divina» [98]. Entonces no caigamos en la tentación de buscar la seguridad interior en los éxitos, en los placeres vacíos, en las posesiones, en el dominio sobre los demás o en la imagen social: «Os doy mi paz; pero no como la da el mundo» (Jn 14,27).


Alegría y sentido del humor

122. Lo dicho hasta ahora no implica un espíritu apocado, tristón, agriado, melancólico, o un bajo perfil sin energía. El santo es capaz de vivir con alegría y sentido del humor. Sin perder el realismo, ilumina a los demás con un espíritu positivo y esperanzado. Ser cristianos es «gozo en el Espíritu Santo» (Rm 14,17), porque «al amor de caridad le sigue necesariamente el gozo, pues todo amante se goza en la unión con el amado […] De ahí que la consecuencia de la caridad sea el gozo» [99]. Hemos recibido la hermosura de su Palabra y la abrazamos «en medio de una gran tribulación, con la alegría del Espíritu Santo» (1Ts 1,6). Si dejamos que el Señor nos saque de nuestro caparazón y nos cambie la vida, entonces podremos hacer realidad lo que pedía san Pablo: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (Flp 4,4).


123. Los profetas anunciaban el tiempo de Jesús, que nosotros estamos viviendo, como una revelación de la alegría: «Gritad jubilosos» (Is 12,6). «Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén» (Is 40,9). «Romped a cantar, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y se compadece de los desamparados» (Is 49,13). «¡Salta de gozo, Sión; alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador» (Za 9,9). Y no olvidemos la exhortación de Nehemías: «¡No os pongáis tristes; el gozo del Señor es vuestra fuerza!» (8,10).


124. María, que supo descubrir la novedad que Jesús traía, cantaba: «Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1,47) y el mismo Jesús «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Cuando él pasaba «toda la gente se alegraba» (Lc 13,17). Después de su resurrección, donde llegaban los discípulos había una gran alegría (cf. Hch 8,8). A nosotros, Jesús nos da una seguridad: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. […] Volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16,20.22). «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15,11).


125. Hay momentos duros, tiempos de cruz, pero nada puede destruir la alegría sobrenatural, que «se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo»[100]. Es una seguridad interior, una serenidad esperanzada que brinda una satisfacción espiritual incomprensible para los parámetros mundanos.


126. Ordinariamente la alegría cristiana está acompañada del sentido del humor, tan destacado, por ejemplo, en santo Tomás Moro, en san Vicente de Paúl o en san Felipe Neri. El mal humor no es un signo de santidad: «Aparta de tu corazón la tristeza» (Qo 11,10). Es tanto lo que recibimos del Señor, «para que lo disfrutemos» (1 Tm 6,17), que a veces la tristeza tiene que ver con la ingratitud, con estar tan encerrado en sí mismo que uno se vuelve incapaz de reconocer los regalos de Dios[101].


127. Su amor paterno nos invita: «Hijo, en cuanto te sea posible, cuida de ti mismo […]. No te prives de pasar un día feliz» (Si 14,11.14). Nos quiere positivos, agradecidos y no demasiado complicados: «En tiempo de prosperidad disfruta […]. Dios hizo a los humanos equilibrados, pero ellos se buscaron preocupaciones sin cuento» (Qo 7,14.29). En todo caso, hay que mantener un espíritu flexible, y hacer como san Pablo: «Yo he aprendido a bastarme con lo que tengo» (Flp 4,11). Es lo que vivía san Francisco de Asís, capaz de conmoverse de gratitud ante un pedazo de pan duro, o de alabar feliz a Dios solo por la brisa que acariciaba su rostro.


128. No estoy hablando de la alegría consumista e individualista tan presente en algunas experiencias culturales de hoy. Porque el consumismo solo empacha el corazón; puede brindar placeres ocasionales y pasajeros, pero no gozo. Me refiero más bien a esa alegría que se vive en comunión, que se comparte y se reparte, porque «hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35) y «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7). El amor fraterno multiplica nuestra capacidad de gozo, ya que nos vuelve capaces de gozar con el bien de los otros: «Alegraos con los que están alegres» (Rm 12,15). «Nos alegramos siendo débiles, con tal de que vosotros seáis fuertes» (2 Co 13,9). En cambio, si «nos concentramos en nuestras propias necesidades, nos condenamos a vivir con poca alegría»[102].

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