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  • Foto del escritorBasílica Guadalupe

Día 4. El llamado a la santidad: una vocación y una misión para todos

Actualizado: 22 feb

En este camino de consagración le pedimos a nuestra Madre que nos acerque a Jesús. Pero es necesario que comprendamos mejor para qué nos acercamos a Él. Necesitamos dejarnos atraer por su llamado a vivir en comunión, en amor, en santidad. Lo haremos guiados por las palabras del Papa Francisco en su Carta sobre la santidad.





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1. «Alégrense y regocíjense» (Mt 5,12), dice Jesús a los que son perseguidos o humillados por su causa. El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada. En realidad, desde las primeras páginas de la Biblia está presente, de diversas maneras, el llamado a la santidad. Así se lo proponía el Señor a Abraham: «Camina en mi presencia y sé perfecto» (Gn 17,1).


EL LLAMADO A LA SANTIDAD


Los santos que nos alientan y acompañan

3. En la carta a los Hebreos se mencionan distintos testimonios que nos animan a que «corramos, con constancia, en la carrera que nos toca» (12,1). Allí se habla de Abraham, de Sara, de Moisés, de Gedeón y de varios más (cf. 11,1-12,3) y sobre todo se nos invita a reconocer que tenemos «una nube tan ingente de testigos» (12,1) que nos alientan a no detenernos en el camino, nos estimulan a seguir caminando hacia la meta. Y entre ellos puede estar nuestra propia madre, una abuela u otras personas cercanas (cf. 2 Tm 1,5). Quizá su vida no fue siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones y caídas siguieron adelante y agradaron al Señor.


4. Los santos que ya han llegado a la presencia de Dios mantienen con nosotros lazos de amor y comunión. Lo atestigua el libro del Apocalipsis cuando habla de los mártires que interceden: «Vi debajo del altar las almas de los degollados por causa de la Palabra de Dios y del testimonio que mantenían. Y gritaban con voz potente: “¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia?”» (6,9-10). Podemos decir que «estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios […] No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce»[1].


Los santos de la puerta de al lado

6. No pensemos solo en los ya beatificados o canonizados. El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios, porque «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente»[3]. El Señor, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Por eso nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo.


7. Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, «la clase media de la santidad»[4].


8. Dejémonos estimular por los signos de santidad que el Señor nos presenta a través de los más humildes miembros de ese pueblo que «participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad»[5]. Pensemos, como nos sugiere santa Teresa Benedicta de la Cruz, que a través de muchos de ellos se construye la verdadera historia: «En la noche más oscura surgen los más grandes profetas y los santos…»[6].


9. La santidad es el rostro más bello de la Iglesia. Pero aun fuera de la Iglesia Católica y en ámbitos muy diferentes, el Espíritu suscita «signos de su presencia, que ayudan a los mismos discípulos de Cristo»[7]…


El Señor llama

10. Quisiera recordar… el llamado a la santidad que el Señor hace a cada uno de nosotros, ese llamado que te dirige también a ti: «Sed santos, porque yo soy santo» (Lv 11,45; cf. 1 P 1,16). El Concilio Vaticano II lo destacó con fuerza: «Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre»[10].


11. «Cada uno por su camino», dice el Concilio. Entonces, no se trata de desalentarse cuando uno contempla modelos de santidad que le parecen inalcanzables. Hay testimonios que son útiles para estimularnos y motivarnos, pero no para que tratemos de copiarlos, porque eso hasta podría alejarnos del camino único y diferente que el Señor tiene para nosotros. Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él (cf. 1 Co 12, 7), y no que se desgaste intentando imitar algo que no ha sido pensado para él…


12. Dentro de las formas variadas, quiero destacar que el «genio femenino» también se manifiesta en estilos femeninos de santidad, indispensables para reflejar la santidad de Dios en este mundo. Precisamente, aun en épocas en que las mujeres fueron más relegadas, el Espíritu Santo suscitó santas cuya fascinación provocó nuevos dinamismos espirituales e importantes reformas en la Iglesia…


13. Esto debería entusiasmar y alentar a cada uno para darlo todo, para crecer hacia ese proyecto único e irrepetible que Dios ha querido para él desde toda la eternidad: «Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré» (Jr 1,5).


También para ti

14. Para ser santos no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos. Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra…


15. Deja que la gracia de tu Bautismo fructifique en un camino de santidad. Deja que todo esté abierto a Dios y para ello opta por él, elige a Dios una y otra vez. No te desalientes, porque tienes la fuerza del Espíritu Santo para que sea posible, y la santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cf. Ga 5,22-23). Cuando sientas la tentación de enredarte en tu debilidad, levanta los ojos al Crucificado y dile: «Señor, yo soy un pobrecillo, pero tú puedes realizar el milagro de hacerme un poco mejor». En la Iglesia, santa y compuesta de pecadores, encontrarás todo lo que necesitas para crecer hacia la santidad. El Señor la ha llenado de dones con la Palabra, los sacramentos, los santuarios, la vida de las comunidades, el testimonio de sus santos, y una múltiple belleza que procede del amor del Señor, «como novia que se adorna con sus joyas» (Is 61,10).


16. Esta santidad a la que el Señor te llama irá creciendo con pequeños gestos. Por ejemplo: una señora va al mercado a hacer las compras, encuentra a una vecina y comienza a hablar, y vienen las críticas. Pero esta mujer dice en su interior: «No, no hablaré mal de nadie». Este es un paso en la santidad. Luego, en casa, su hijo le pide conversar acerca de sus fantasías, y aunque esté cansada se sienta a su lado y escucha con paciencia y afecto. Esa es otra ofrenda que santifica. Luego vive un momento de angustia, pero recuerda el amor de la Virgen María, toma el rosario y reza con fe. Ese es otro camino de santidad. Luego va por la calle, encuentra a un pobre y se detiene a conversar con él con cariño. Ese es otro paso.


17. A veces la vida presenta desafíos mayores y a través de ellos el Señor nos invita a nuevas conversiones que permiten que su gracia se manifieste mejor en nuestra existencia «para que participemos de su santidad» (Hb 12,10). Otras veces solo se trata de encontrar una forma más perfecta de vivir lo que ya hacemos: «Hay inspiraciones que tienden solamente a una extraordinaria perfección de los ejercicios ordinarios de la vida»[15]. Cuando el Cardenal Francisco Javier Nguyên van Thuân estaba en la cárcel, renunció a desgastarse esperando su liberación. Su opción fue «vivir el momento presente colmándolo de amor»; y el modo como se concretaba esto era: «Aprovecho las ocasiones que se presentan cada día para realizar acciones ordinarias de manera extraordinaria»[16].


Tu misión en Cristo

19. Para un cristiano no es posible pensar en la propia misión en la tierra sin concebirla como un camino de santidad, porque «esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Ts 4,3). Cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio.


20. Esa misión tiene su sentido pleno en Cristo y solo se entiende desde él. En el fondo la santidad es vivir en unión con él los misterios de su vida. Consiste en asociarse a la muerte y resurrección del Señor de una manera única y personal, en morir y resucitar constantemente con él. Pero también puede implicar reproducir en la propia existencia distintos aspectos de la vida terrena de Jesús: su vida oculta, su vida comunitaria, su cercanía a los últimos, su pobreza y otras manifestaciones de su entrega por amor. La contemplación de estos misterios, como proponía san Ignacio de Loyola, nos orienta a hacerlos carne en nuestras opciones y actitudes[18]. Porque «todo en la vida de Jesús es signo de su misterio»[19], «toda la vida de Cristo es Revelación del Padre»[20], «toda la vida de Cristo es misterio de Redención»[21], «toda la vida de Cristo es misterio de Recapitulación»[22], y «todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en él y que él lo viva en nosotros»[23].


21. El designio del Padre es Cristo, y nosotros en él. En último término, es Cristo amando en nosotros, porque «la santidad no es sino la caridad plenamente vivida»[24]. Por lo tanto, «la santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya»[25]. Así, cada santo es un mensaje que el Espíritu Santo toma de la riqueza de Jesucristo y regala a su pueblo.


22. Para reconocer cuál es esa palabra que el Señor quiere decir a través de un santo, no conviene entretenerse en los detalles, porque allí también puede haber errores y caídas. No todo lo que dice un santo es plenamente fiel al Evangelio, no todo lo que hace es auténtico o perfecto. Lo que hay que contemplar es el conjunto de su vida, su camino entero de santificación, esa figura que refleja algo de Jesucristo y que resulta cuando uno logra componer el sentido de la totalidad de su persona[26].


23. Esto es un fuerte llamado de atención para todos nosotros. Tú también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una misión. Inténtalo escuchando a Dios en la oración y reconociendo los signos que él te da. Pregúntale siempre al Espíritu qué espera Jesús de ti en cada momento de tu existencia y en cada opción que debas tomar, para discernir el lugar que eso ocupa en tu propia misión. Y permítele que forje en ti ese misterio personal que refleje a Jesucristo en el mundo de hoy.


24. Ojalá puedas reconocer cuál es esa palabra, ese mensaje de Jesús que Dios quiere decir al mundo con tu vida. Déjate transformar, déjate renovar por el Espíritu, para que eso sea posible, y así tu preciosa misión no se malogrará. El Señor la cumplirá también en medio de tus errores y malos momentos, con tal que no abandones el camino del amor y estés siempre abierto a su acción sobrenatural que purifica e ilumina.

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