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  • Foto del escritorBasílica Guadalupe

Día 12. Conocerme a la luz del Maestro II

Actualizado: 22 feb

Las bienaventuranzas son el corazón del Evangelio. A su luz podemos conocer cómo el Reino va creciendo en nuestra vida y qué partes aún necesitan ser evangelizadas. Sigamos rogando: "¡Señor, que vea!" para que la Palabra de Dios nos muestre nuestra verdad y nos acreciente nuestra confianza en la obra de Dios.



«Felices los mansos, porque heredarán la tierra»

71. Es una expresión fuerte, en este mundo que desde el inicio es un lugar de enemistad, donde se riñe por doquier, donde por todos lados hay odio, donde constantemente clasificamos a los demás por sus ideas, por sus costumbres, y hasta por su forma de hablar o de vestir. En definitiva, es el reino del orgullo y de la vanidad, donde cada uno se cree con el derecho de alzarse por encima de los otros. Sin embargo, aunque parezca imposible, Jesús propone otro estilo: la mansedumbre. Es lo que él practicaba con sus propios discípulos y lo que contemplamos en su entrada a Jerusalén: «Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en una borrica» (Mt 21,5; cf. Za 9,9).


72. Él dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). Si vivimos tensos, engreídos ante los demás, terminamos cansados y agotados. Pero cuando miramos sus límites y defectos con ternura y mansedumbre, sin sentirnos más que ellos, podemos darles una mano y evitamos desgastar energías en lamentos inútiles. Para santa Teresa de Lisieux «la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no escandalizarse de sus debilidades»[69].


73. Pablo menciona la mansedumbre como un fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,23). Propone que, si alguna vez nos preocupan las malas acciones del hermano, nos acerquemos a corregirle, pero «con espíritu de mansedumbre» (Ga 6,1), y recuerda: «Piensa que también tú puedes ser tentado» (ibíd.). Aun cuando uno defienda su fe y sus convicciones debe hacerlo con mansedumbre (cf. 1 P 3,16), y hasta los adversarios deben ser tratados con mansedumbre (cf. 2 Tm 2,25). En la Iglesia muchas veces nos hemos equivocado por no haber acogido este pedido de la Palabra divina.


74. La mansedumbre es otra expresión de la pobreza interior, de quien deposita su confianza solo en Dios. De hecho, en la Biblia suele usarse la misma palabra anawin para referirse a los pobres y a los mansos. Alguien podría objetar: «Si yo soy tan manso, pensarán que soy un necio, que soy tonto o débil». Tal vez sea así, pero dejemos que los demás piensen esto. Es mejor ser siempre mansos, y se cumplirán nuestros mayores anhelos: los mansos «poseerán la tierra», es decir, verán cumplidas en sus vidas las promesas de Dios. Porque los mansos, más allá de lo que digan las circunstancias, esperan en el Señor, y los que esperan en el Señor poseerán la tierra y gozarán de inmensa paz (cf. Sal 37,9.11). Al mismo tiempo, el Señor confía en ellos: «En ese pondré mis ojos, en el humilde y el abatido, que se estremece ante mis palabras» (Is 66,2).


Reaccionar con humilde mansedumbre, esto es santidad.


«Felices los que lloran, porque ellos serán consolados»

75. El mundo nos propone lo contrario: el entretenimiento, el disfrute, la distracción, la diversión, y nos dice que eso es lo que hace buena la vida. El mundano ignora, mira hacia otra parte cuando hay problemas de enfermedad o de dolor en la familia o a su alrededor. El mundo no quiere llorar: prefiere ignorar las situaciones dolorosas, cubrirlas, esconderlas. Se gastan muchas energías por escapar de las circunstancias donde se hace presente el sufrimiento, creyendo que es posible disimular la realidad, donde nunca, nunca, puede faltar la cruz.


76. La persona que ve las cosas como son realmente, se deja traspasar por el dolor y llora en su corazón, es capaz de tocar las profundidades de la vida y de ser auténticamente feliz[70]. Esa persona es consolada, pero con el consuelo de Jesús y no con el del mundo. Así puede atreverse a compartir el sufrimiento ajeno y deja de huir de las situaciones dolorosas. De ese modo encuentra que la vida tiene sentido socorriendo al otro en su dolor, comprendiendo la angustia ajena, aliviando a los demás. Esa persona siente que el otro es carne de su carne, no teme acercarse hasta tocar su herida, se compadece hasta experimentar que las distancias se borran. Así es posible acoger aquella exhortación de san Pablo: «Llorad con los que lloran» (Rm 12,15).


Saber llorar con los demás, esto es santidad.


«Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos quedarán saciados»

77. «Hambre y sed» son experiencias muy intensas, porque responden a necesidades primarias y tienen que ver con el instinto de sobrevivir. Hay quienes con esa intensidad desean la justicia y la buscan con un anhelo tan fuerte. Jesús dice que serán saciados, ya que tarde o temprano la justicia llega, y nosotros podemos colaborar para que sea posible, aunque no siempre veamos los resultados de este empeño.


78. Pero la justicia que propone Jesús no es como la que busca el mundo, tantas veces manchada por intereses mezquinos, manipulada para un lado o para otro. La realidad nos muestra qué fácil es entrar en las pandillas de la corrupción, formar parte de esa política cotidiana del «doy para que me den», donde todo es negocio. Y cuánta gente sufre por las injusticias, cuántos se quedan observando impotentes cómo los demás se turnan para repartirse la torta de la vida. Algunos desisten de luchar por la verdadera justicia, y optan por subirse al carro del vencedor. Eso no tiene nada que ver con el hambre y la sed de justicia que Jesús elogia.


79. Tal justicia empieza por hacerse realidad en la vida de cada uno siendo justo en las propias decisiones, y luego se expresa buscando la justicia para los pobres y débiles. Es cierto que la palabra «justicia» puede ser sinónimo de fidelidad a la voluntad de Dios con toda nuestra vida, pero si le damos un sentido muy general olvidamos que se manifiesta especialmente en la justicia con los desamparados: «Buscad la justicia, socorred al oprimido, proteged el derecho del huérfano, defended a la viuda» (Is 1,17).


Buscar la justicia con hambre y sed, esto es santidad.


«Felices los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia»

80. La misericordia tiene dos aspectos: es dar, ayudar, servir a los otros, y también perdonar, comprender. Mateo lo resume en una regla de oro: «Todo lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella» (7,12). El Catecismo nos recuerda que esta ley se debe aplicar «en todos los casos»[71], de manera especial cuando alguien «se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y la decisión difícil»[72].


81. Dar y perdonar es intentar reproducir en nuestras vidas un pequeño reflejo de la perfección de Dios, que da y perdona sobreabundantemente. Por tal razón, en el evangelio de Lucas ya no escuchamos el «sed perfectos» (Mt 5,48) sino «sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará» (6,36-38). Y luego Lucas agrega algo que no deberíamos ignorar: «Con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros» (6,38). La medida que usemos para comprender y perdonar se aplicará a nosotros para perdonarnos. La medida que apliquemos para dar, se nos aplicará en el cielo para recompensarnos. No nos conviene olvidarlo.


82. Jesús no dice: «Felices los que planean venganza», sino que llama felices a aquellos que perdonan y lo hacen «setenta veces siete» (Mt 18,22). Es necesario pensar que todos nosotros somos un ejército de perdonados. Todos nosotros hemos sido mirados con compasión divina. Si nos acercamos sinceramente al Señor y afinamos el oído, posiblemente escucharemos algunas veces este reproche: «¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?» (Mt 18,33).


Mirar y actuar con misericordia, esto es santidad.

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