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  • Foto del escritorBasílica Guadalupe

Día 1. Un camino para vivir la santidad


San Luis María Grignion de Montfort propone esta devoción como:

  • "una perfecta renovación de las promesas del Santo Bautismo" (Tratado de la Verdadera Devoción, 126),

  • un camino para vivir la santidad que brota del mismo Bautismo:

168. Cualquiera, pues, que desee avanzar, sin temor a ilusiones –cosa ordinaria entre personas de oración–, por los caminos de la santidad y hallar con seguridad y perfección a Jesucristo, debe abrazar de todo corazón, con corazón generoso y de buena gana (2Mac 1,3), esta devoción a la Santísima Virgen...

Es camino fácil, a causa de la plenitud de la gracia y unción del Espíritu Santo que lo llena; nadie se cansa ni retrocede si camina por él. Es camino corto, que en breve nos lleva a Jesucristo. Es camino perfecto, sin lodo, ni polvo, ni fealdad de pecado. Es, finalmente, camino seguro, que de manera directa y segura, sin desviarnos ni a la derecha ni a la izquierda, nos conduce a Jesucristo y a la vida eterna.

Entremos, pues, por este camino y avancemos en él, día y noche, hasta la perfecta madurez en Jesucristo.


En esta primera etapa de la Preparación se nos invita a vaciarnos de todo lo que nos aparta de Jesucristo. Para eso vamos a dejarnos conducir por el Espíritu de Dios que es Espíritu de santidad. A la luz del llamado que el Señor nos hace a ser santos como Él es Santo queremos ahuyentar las sombras de nuestra vida, romper las ataduras que no nos permiten vivir en la libertad de los hijos de Dios.

Pidamos al Espíritu Santo que disponga nuestra vida para acoger más y mejor a Jesús de la mano de María.


Reflexionemos estas palabras del Papa Francisco, preguntándonos: ¿qué me dice?


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La fiesta litúrgica de hoy celebra una de las maravillas de la historia de la salvación: la Inmaculada Concepción de la Virgen María. También ella fue salvada por Cristo, pero de una forma extraordinaria, porque Dios quiso que desde el instante de la concepción la madre de su Hijo no fuera tocada por la miseria del pecado. Y por tanto María, durante toda su vida terrena, estuvo libre de cualquier mancha de pecado, ha sido la «llena de gracia» (Lc 1,28), como la llamó el ángel, y disfrutó de una singular acción del Espíritu Santo, para poder mantenerse siempre en su relación perfecta con su hijo Jesús; es más, era la discípula de Jesús: la Madre y la discípula. Pero el pecado no estaba en Ella.

En el magnífico himno que abre la Carta a los Efesios (cfr. 1,3-6.11-12), San Pablo nos hace comprender que cada ser humano es creado por Dios para esa plenitud de santidad, para esa belleza de la que la Virgen fue revestida desde el principio. La meta a la cual estamos llamados es también para nosotros don de Dios, el cual —dice el apóstol— nos ha «elegido en Él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados» (v. 4); eligiéndonos de antemano (cfr. v. 5), en Cristo, para estar un día totalmente libres del pecado. Y esta es la gracia, es gratis, es un don de Dios.

Y lo que para María fue al inicio, para nosotros será al final, después de haber atravesado el “baño” purificador de la gracia de Dios. Lo que nos abre la puerta del paraíso es la gracia de Dios, recibida por nosotros con fidelidad. Todos los santos y las santas han recorrido este camino. También los más inocentes estaban marcados por el pecado original y lucharon con todas las fuerzas contra sus consecuencias. Ellos han pasado a través de la «puerta estrecha» que conduce a la vida (cfr. Lc 13,24). ¿Y ustedes saben quién es el primero de quien tenemos la certeza de que haya entrado en el paraíso, lo saben? Un “poco bueno”: uno de los dos que fueron crucificados con Jesús. Se dirigió a Él diciendo: «Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu Reino». Y Él respondió: «hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,42-43). Hermanos y hermanas, la gracia de Dios es ofrecida a todos; y muchos que sobre esta tierra son últimos, en el cielo serán los primeros (cfr. Mc 10,31).

Pero atención. No vale hacerse los astutos: posponer continuamente un serio examen de la propia vida, aprovechando la paciencia del Señor —Él es paciente, Él nos espera, Él está siempre para darnos la gracia—. Nosotros podemos engañar a los hombres, pero a Dios no, Él conoce nuestro corazón mejor que nosotros mismos. ¡Aprovechemos el momento presente! Este sí es el sentido cristiano de aprovechar el día: no disfrutar la vida en el momento fugaz, no, este es el sentido mundano. Sino acoger el hoy para decir “no” al mal y “sí” a Dios; abrirse a su Gracia, dejar finalmente de plegarse sobre uno mismo arrastrándose en la hipocresía. Mirar a la cara la propia realidad, así como somos; reconocer que no hemos amado a Dios y no hemos amado al prójimo como deberíamos, y confesarlo. Esto es empezar un camino de conversión pidiendo en primer lugar perdón a Dios en el Sacramento de la Reconciliación, y después reparar el mal hecho a los otros. Pero siempre abiertos a la gracia. El Señor llama a nuestra puerta, llama a nuestro corazón para entrar con nosotros en amistad, en comunión, para darnos la salvación.

Y este es para nosotros el camino para convertirnos en “santos e inmaculados”. La belleza incontaminada de nuestra Madre es inimitable, pero al mismo tiempo nos atrae. Encomendémonos a ella, y digamos una vez para siempre “no” al pecado y “sí” a la Gracia.


[Se puede terminar dialogando con María sobre lo que resonó en el corazón]

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