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  • Foto del escritorBasílica Guadalupe

Día 8. La primacía de la gracia



Una enseñanza de la Iglesia muchas veces olvidada


52. La Iglesia enseñó reiteradas veces que no somos justificados por nuestras obras o por nuestros esfuerzos, sino por la gracia del Señor que toma la iniciativa. Los Padres de la Iglesia, aun antes de san Agustín, expresaban con claridad esta convicción primaria. San Juan Crisóstomo decía que Dios derrama en nosotros la fuente misma de todos los dones antes de que nosotros hayamos entrado en el combate[53]. San Basilio Magno remarcaba que el fiel se gloría solo en Dios, porque «reconoce estar privado de la verdadera justicia y que es justificado únicamente mediante la fe en Cristo»[54].


53. El II Sínodo de Orange enseñó con firme autoridad que nada humano puede exigir, merecer o comprar el don de la gracia divina, y que todo lo que pueda cooperar con ella es previamente don de la misma gracia: «Aun el querer ser limpios se hace en nosotros por infusión y operación sobre nosotros del Espíritu Santo»[55]. Posteriormente, aun cuando el Concilio de Trento destacó la importancia de nuestra cooperación para el crecimiento espiritual, reafirmó aquella enseñanza dogmática: «Se dice que somos justificados gratuitamente, porque nada de lo que precede a la justificación, sea la fe, sean las obras, merece la gracia misma de la justificación; “porque si es gracia, ya no es por las obras; de otro modo la gracia ya no sería gracia” (Rm 11,6)»[56].


54. El Catecismo de la Iglesia Católica también nos recuerda que el don de la gracia «sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana»[57], y que «frente a Dios no hay, en el sentido de un derecho estricto, mérito alguno de parte del hombre. Entre él y nosotros la desigualdad no tiene medida»[58]. Su amistad nos supera infinitamente, no puede ser comprada por nosotros con nuestras obras y solo puede ser un regalo de su iniciativa de amor. Esto nos invita a vivir con una gozosa gratitud por ese regalo que nunca mereceremos, puesto que «después que uno ya posee la gracia, no puede la gracia ya recibida caer bajo mérito»[59]. Los santos evitan depositar la confianza en sus acciones: «En el atardecer de esta vida me presentaré ante ti con las manos vacías, Señor, porque no te pido que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos»[60].


55. Esta es una de las grandes convicciones definitivamente adquiridas por la Iglesia, y está tan claramente expresada en la Palabra de Dios que queda fuera de toda discusión. Así como el supremo mandamiento del amor, esta verdad debería marcar nuestro estilo de vida, porque bebe del corazón del Evangelio y nos convoca no solo a aceptarla con la mente, sino a convertirla en un gozo contagioso. Pero no podremos celebrar con gratitud el regalo gratuito de la amistad con el Señor si no reconocemos que aun nuestra existencia terrena y nuestras capacidades naturales son un regalo. Necesitamos «consentir jubilosamente que nuestra realidad sea dádiva, y aceptar aun nuestra libertad como gracia. Esto es lo difícil hoy en un mundo que cree tener algo por sí mismo, fruto de su propia originalidad o de su libertad»[61].


56. Solamente a partir del don de Dios, libremente acogido y humildemente recibido, podemos cooperar con nuestros esfuerzos para dejarnos transformar más y más[62]. Lo primero es pertenecer a Dios. Se trata de ofrecernos a él que nos primerea, de entregarle nuestras capacidades, nuestro empeño, nuestra lucha contra el mal y nuestra creatividad, para que su don gratuito crezca y se desarrolle en nosotros: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios» (Rm 12,1). Por otra parte, la Iglesia siempre enseñó que solo la caridad hace posible el crecimiento en la vida de la gracia, porque si no tengo caridad, no soy nada (cf. 1 Co 13,2).


Los nuevos pelagianos


57. Todavía hay cristianos que se empeñan en seguir otro camino: el de la justificación por las propias fuerzas, el de la adoración de la voluntad humana y de la propia capacidad, que se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista privada del verdadero amor. Se manifiesta en muchas actitudes aparentemente distintas: la obsesión por la ley, la fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, la ostentación en el cuidado de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, la vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, el embeleso por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial. En esto algunos cristianos gastan sus energías y su tiempo, en lugar de dejarse llevar por el Espíritu en el camino del amor, de apasionarse por comunicar la hermosura y la alegría del Evangelio y de buscar a los perdidos en esas inmensas multitudes sedientas de Cristo[63].


58. Muchas veces, en contra del impulso del Espíritu, la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. Esto ocurre cuando algunos grupos cristianos dan excesiva importancia al cumplimiento de determinadas normas propias, costumbres o estilos. De esa manera, se suele reducir y encorsetar el Evangelio, quitándole su sencillez cautivante y su sal. Es quizás una forma sutil de pelagianismo, porque parece someter la vida de la gracia a unas estructuras humanas. Esto afecta a grupos, movimientos y comunidades, y es lo que explica por qué tantas veces comienzan con una intensa vida en el Espíritu, pero luego terminan fosilizados... o corruptos.


59. Sin darnos cuenta, por pensar que todo depende del esfuerzo humano encauzado por normas y estructuras eclesiales, complicamos el Evangelio y nos volvemos esclavos de un esquema que deja pocos resquicios para que la gracia actúe. Santo Tomás de Aquino nos recordaba que los preceptos añadidos al Evangelio por la Iglesia deben exigirse con moderación «para no hacer pesada la vida a los fieles», porque así «se convertiría nuestra religión en una esclavitud»[64].


El resumen de la Ley


60. En orden a evitarlo, es sano recordar frecuentemente que existe una jerarquía de virtudes, que nos invita a buscar lo esencial. El primado lo tienen las virtudes teologales, que tienen a Dios como objeto y motivo. Y en el centro está la caridad. San Pablo dice que lo que cuenta de verdad es «la fe que actúa por el amor» (Ga 5,6). Estamos llamados a cuidar atentamente la caridad: «El que ama ha cumplido el resto de la ley […] por eso la plenitud de la ley es el amor» (Rm 13,8.10). «Porque toda la ley se cumple en una sola frase, que es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14).


61. Dicho con otras palabras: en medio de la tupida selva de preceptos y prescripciones, Jesús abre una brecha que permite distinguir dos rostros, el del Padre y el del hermano. No nos entrega dos fórmulas o dos preceptos más. Nos entrega dos rostros, o mejor, uno solo, el de Dios que se refleja en muchos. Porque en cada hermano, especialmente en el más pequeño, frágil, indefenso y necesitado, está presente la imagen misma de Dios. En efecto, el Señor, al final de los tiempos, plasmará su obra de arte con el desecho de esta humanidad vulnerable. Pues, «¿qué es lo que queda?, ¿qué es lo que tiene valor en la vida?, ¿qué riquezas son las que no desaparecen? Sin duda, dos: El Señor y el prójimo. Estas dos riquezas no desaparecen»[65].


62. ¡Que el Señor libere a la Iglesia de las nuevas formas de gnosticismo y de pelagianismo que la complican y la detienen en su camino hacia la santidad! Estas desviaciones se expresan de diversas formas, según el propio temperamento y las propias características. Por eso exhorto a cada uno a preguntarse y a discernir frente a Dios de qué manera pueden estar manifestándose en su vida.

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